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Tenis rotos, balones y pavimento

Al asfalto saltaban el par de tenis más rotos que cada uno tenía. La cuestión era que ninguna madre tuviera algún pretexto para entrarnos. La cita se concretaba a través del teléfono, así nuestras casas estuvieran separadas por pocos metros. Todo estaba listo. Una nueva llamada daba la seguridad de la permanencia del dueño del balón de turno, hasta el final del encuentro.

Fuente: Wall Street Journal

Las medidas del terreno distaban mucho de las oficiales, cuatro metros de ancho por treinta de largo aproximadamente. Las porterías eran la matera del árbol donde inicia la cuadra y la matera del medio; equivalían a cinco pasos, ‘pico pala’, de un niño de ocho años. Los límites del rectángulo estaban demarcados por los antejardines de las ocho casas que nos rodeaban, cuatro a cada lado, incluidas sus rejas. El valor agregado era que entre portería y portería había otras tres materas que ponían a prueba la habilidad de los jugadores, y una que otra vez, les jugaban una mala pasada y los dejaba de cara al pavimento.

La bandeja estaba servida: tres equipos, tres jugadores en cada bando, un balón, el permiso de mamá y las ganas de salir al andén. Ahora entraban al escenario las jugadas de fantasía, gritos, alegatos y goles que configuraban un momento en el que lo único que importaba era ganar, así la gloría durara hasta el encuentro siguiente.

Entre juego brusco, zapatos con la suela devorada por el implacable cemento, raspones en las rodillas y estrellones contra las rejas, una pelota número dos, de microfútbol, se robaba el show. Todos la queríamos tocar, dar vuelta, hacer de ella el instrumento que arrancaba sonrisas, abrazos y nos daba la tan anhelada Coca Cola litro, que se alzaba como trofeo y se disolvía entre gargantas sedientas.

Opositores al buen juego siempre hubo. En principio doña Betty, una anciana, de esas de cara angelical, a ratos amable, que en su antejardín cultivaba diferentes flores y arboles de frutas, que según cuenta mamá todos los días regaba antes de las 5 de la mañana. Mis preferidos eran sus tomates verdes, que sabían a gloria condimentados con algo de sal, limón y la adrenalina de haberlos tomado prestados sin permiso. Luego vino Don Harry Wilson, sí, ese era su nombre, lo descubrimos después de que papá tuviera que reclamar un balón que callera en su antejardín, de rejas destartaladas, oxidadas y chillonas. Al hombre le repelían los niños, a lo mejor por eso su hija nunca jugó con nosotros, y por el contrario le acolitaba al padre que se apropiara de nuestros balones, recuerdo, fueron más de diez; nunca los volvimos ni los volveremos a ver.

La lucha debía continuar. Para evitar encontrones con los vecinos ‘anti-juego’ debíamos poner a prueba nuestra técnica y astucia para llevar el balón de portería a portería con la mayor fluidez posible. ¡Vaya tarea difícil! Pero lo conseguimos, en poco tiempo nos apropiamos de un espacio que por derecho nos pertenecía y nos era prohibido por unos pocos. Eran épocas complicadas para imaginar a pequeños de ocho, nueve y diez años, jugando a la pelota en un parque dominado por las drogas y actividades de dudosa reputación, que por fortuna hoy no viven con ninguno de nosotros.

Han pasado casi nueve años desde la última cita pactada por teléfono. De los nueve jugadores quedamos sólo dos, no hacemos ni un equipo. De las dos porterías sólo queda una, la otra la tumbaron hace algunas semanas, junto con el árbol que custodiaba, porque supuestamente las raíces ponían en peligro las tuberías del gas natural. Doña Betty debe haber pasado a mejor vida, en lugar de sus tomates ahora hay cuatro paredes que se levantan para proteger la ‘fortaleza’ del viejo Harry Wilson

En las calle solo queda el eco de aquellos gritos de gol, reclamos, controversias y regaños de mamás desde la puerta. Ahora los arboles que crecían a la par de nosotros no están; los peladeros donde jugábamos bolas, fueron reemplazados por antejardines protegidos por rejas; el balón lo cambiamos por los libros y las obligaciones; las bicicletas ya no recorren las calles del barrio. Sí corro con suerte durante la semana, me cruzaré con el otro sobreviviente de aquellas aventuras, el tiempo sólo alcanzará para un apretón de manos.

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Un sitio de: Juan Camilo Parra y Joan Sebastián Ruiz

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